El paso de las estaciones en casa se notaba por el olor de la cocina. 

Si la casa se envolvía con olor a potajes, guisos o lentejas a medio día y por la tarde se olía ese peculiar aroma de las castañas asadas, definitivamente había llegado el otoño. A este le seguiría un breve invierno con más guisos y pucheros y del que despertaríamos con el olor a pestiños y torrijas, al final de una cuaresma con mucho bacalao y muy poca carne, ninguna los viernes. 

El verano por el contrario era de olores más livianos, de alimentos ligeros y frescos. Nunca faltaba en casa un lebrillo con gazpacho recién hecho y una generosa sandía comprada en esos puestos callejeros que, hace rato ya, se perdieron. A veces a mi madre le daba por asar sardinas y ese día era mejor darse una vuelta por la casa de los vecinos mientras se ventilaba la propia. 

Capítulo aparte merece en verano la comida de los días de playa. En una España poco motorizada, las excursiones a la playa eran los domingos, en un autobús repleto de familias que entre sus bultos llevaban los tapers con filetes empanados y tortillas de patatas hechas la noche antes y que serían -junto a una indeterminada, aunque abundante, cantidad de arena- el almuerzo del día. Esa ingesta nos dejaría dos horas de reposo obligado bajo las sombrillas: “niño: ni se te ocurra meterte en el agua antes de hacer la digestión”.   

Picadillos, ensaladas, huevos fritos, salmorejos, pollo, algo de carne constituían la dieta de la primavera y del verano, que era el periodo más largo en una ciudad que no conoce los inviernos largos y que la nieve se recuerda como un hecho histórico que algunos ni alcanzamos a vivir. En las cortas noches del verano reinaban las freidurías de pescado y los caracoles. El ritual del cartucho de pescado recién frito, donde abundaban los “pedacitos” o el adobo y escaseaban los calamares o las gambas fritas, era un clásico. También –cómo no- los caracoles, que preparaban en casa en grandes ollas para que hubiesen de sobra durante un par de días. 

Las meriendas eran lo más. Si había fiambre, bocadillo de salchichón o de mortadela, si no, el mismo bollo pero regado con aceite y azúcar. ¿Que la tarde era especial y había chocolate? Pues unas onzas dentro del pan y a presumir. 

El jamón o las gambas eran algo de las navidades y fiestas especiales. La bollería industrial no se conocía. Comer fuera de casa ¿para qué? si no era, lógicamente, en casa de familiares o vecinos. “Mi ensaladilla no tiene nada que envidiarle a la de ningún bar” presumía una madre que tenía toda la razón del mundo, aunque eso sólo lo supe cuando ya no podía comparar las calidades. 

¿Por qué cuento todo esto? Supongo que por varias razones, la primera es porque me han pedido colaboración para un libro en el que no podría aportar ninguna receta porque entre las virtudes que heredé de mis padres no está la de saber cocinar. O tal vez sea porque no tengo ninguna autoridad como restaurador, aunque creo que tengo bastantes como gastrónomo. Aunque principalmente creo que si me he puesto a escribir esto es porque refleja una época que no volverá y en la que fui tremendamente feliz.